En los ideales de convivencia en la España del XVII el honor, como queda dicho, y la religión católica, con no pocas contradicciones y poder de control e imposición, ocupan un lugar preeminente. La religión es sistema articulado y coherente que organiza la vida y está siempre presente.
Hay una religiosidad popular que se manifiesta en multitud de formas y costumbres arraigadas de fiestas y ritos, de prácticas de la vida diaria y especialmente en la devoción a santos y vírgenes, que llenan España de fiestas, ermitas y romerías.
La iglesia postridentina se esfuerza, por su parte, en organizar la piedad popular por los cauces de ceremonias, sacramentos, catequesis…, conpactos, según las necesidades. Los cuadros de Carreño, Rubens o Herrera, muestran la espectacularidad ceremonial de una misa, la personificación de la Eucaristía, el triunfo del Sacramento. Calderón de la Barca en sus autos sacramentales —mediante el simbolismo, la alegoría y la belleza formal de su verso— dio estructura teatral a dogmas, historia y ética de la religión católica.
Pero además de la labor de catequesis y educación, el control, mediante el Tribunal del Santo Oficio, fue, como veremos, una dura realidad.
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